Se cumplen 183 años de aquel 3 de enero de 1827 cuando, desde la ciudad de Puerto Cabello, estado Carabobo, el Libertador Simón Bolívar emite una proclama llena de emociones y de esperanzas que se desvía un poco de su temática en aquellos días de peligro para la paz pública y la normal actividad nacional, cuando se está desintegrando, cayéndose a pedazos, el monumental edificio político de la Gran Colombia.
En la alta y silenciosa noche caraqueña, el Libertador descansa en aquellos primeros días de enero de 1827 en su propia casa. Que duerma el líder esencial ¡Ya vendrán, muy pronto, los tenebrosos días del atentado, de la enfermedad, de los desamores, de la partida a destino incierto y de la muerte!
En aquel entonces, la impresionante nación de repúblicas que era la Gran Colombia agrupaba tres países que ocupan una superficie de varios millones de kilómetros y se alza como una de las obras perfectas del genio político del ilustre Bolívar; reseñó la Agencia Bolivariana de Noticias.
Se viven agudas contradicciones entre los hombres que gobernaban los segmentos que la formaban, habían echado al vacío el ensayo y, sólo la presencia de Bolívar, padre y base esencial de todo el proyecto, podía aplazar, retardar, minimizar la ya inevitable desmembración, dándole al menos un poco más de vida útil para permitir en el sentimiento global de los pueblos, culminar la obra libertadora, más allá de lo político y militar.
En aquella hora crucial, Bolívar, que estaba en Bolivia, regresa a Venezuela y trata de acercar a todos sus compatriotas. Habla en un lenguaje profundo, tratando de despreciar la anarquía, de elevar con valiosos conceptos la propia validez de cada uno de los Libertadores de su país natal y de lograr, con sus palabras que no han perdido ni el brillo ni la capacidad de convencimiento de otras fechas, un pronunciamiento inequívoco de la unidad para el porvenir que quiere lograr.
En la proclama del 3 de enero de 1827, Bolívar trata de ignorar la avalancha de problemas, agravados por la creciente crisis económica. Vive como en un delirio supremo. Trata de cumplir con su deber y tender un manto de olvido sobre la conducta de los causantes de los delicados sucesos políticos que, en Venezuela, han causado serias grietas que apresuran el desplome del imponente edificio administrativo y político.
Con esta proclama, Bolívar cierra la grave salida de la Guerra Civil. Páez le obedece, y ambos jefes vienen a Caracas, ciudad donde el Libertador permanecerá por siete meses.
También encierra un sólido espíritu de revisión, de olvido, de perdón. Citamos al Libertador cuando escribe: “Olvidad lo que sepáis de los días del dolor y que el recuerdo lo borre el silencio”.
A la petición que le hacen al general Páez para que se presente en el Congreso de Bogotá para responder a las muchas y graves acusaciones que se le hacen, Bolívar define: “No hay culpables en Venezuela por causa de las reformas”. Páez suspira aliviado.
La crisis parece desvanecerse ante aquella presencia casi mágica del hombre más grande de nuestra historia y Caracas, la ciudad a la que marchan los dos líderes de aquel exigente y grave tiempo nacional, los recibe como si fueran dioses. La paz reina. La ha traído Bolívar con sus palabras, su poder, su decisión y su carisma.
