Allá en mis tiempos de mozo, y perdonen la distancia, existió en el mercado de Porlamar un personaje querido por pocos y odiado por muchos. Éste, sin importar si la marea estaba alta o baja, se trepaba en un banco de cemento y comenzaba a radiar noticias de todo tipo. Sobretodo, sucesos relacionados con la vida íntima de los choferes de carritos por puesto que allí tenían su parada y de las vendedoras de “pescao fresco“ que tenían su montada.
“Radio loco” le decían al fulano y todavía yo estoy por saber si aquel hombrecito tenía algún derecho, ahora llamado concesión, para injuriar, mal poner y lenguarear a cuanta pistolada él considerara apropiado para montar su retahíla del día.
Me cuenta “Maneco“, mi gran amigo de bachillerato, que había quienes le pagaban para que estuviese todo el día “langui langui” con algún enemigo de la parte interesada. Y eso que no tenía ni puta idea de lo que llaman payola. Tan pronto caía algún cristiano en su programa lo escalaba, lo salaba y lo ponía al sol. El desgraciado poseía un talento innato y hasta daba la hora. De cuando en vez, o de vez en cuando como ustedes prefieran, le zumbaba su propaganda a “Masarango” aquel caletero inmortalizado por Perucho Aguirre en sus cantas y a Josefina la tan querida vendedora de catalinas en la esquina del viejo mercado.
Pero, si esto les parece una aberración de la comunicación, no conocen el caso del profesor Vicente Rojas. Un paisano margariteño que de estudiante en el Zulia se montaba en los autobuses de la Universidad que iban hacia Cabimas y desde la partida arrancaba a narrar una carrera de caballos en la que figuraban estudiantes amigos y profesores enemigos. Quienes se pasaban de un viaje las chuletas unos a otros y llegaban al poste de los 1200 con no sé cuántas materias raspadas. Además, que si fulano chocó con la baranda de Control de Estudios, mientras que sultano se coleó por la curva de los 1800 para robarse el examen.
Total, aquello era un trabalenguas indescifrable que tenían que calarse tanto los compañeros de viaje como el chofer, que iba pendiente a ver si lo mencionaban a él en uno de aquellos clásicos. Se supo de casos de estudiantes que prefirieron perder la evaluación que tenían a primera hora con tal de no caer en el mismo bus con “el margariteño”, como le decían al amigo chente.
El hijo de “Chila”, allá en la Tacarigua de Margarita, creía que los radios venían preparados para sintonizar una única emisora. Por eso, su primer transistor, que siempre cargaba en el hombro, permaneció fijo en el dial de Radio Nueva Esparta tal como se lo vendió el turco Ali. Y… ¡Ay! de aquel cristiano que le tocara ese bicho. No lo van a creer, pero cuando su primo Euro Omar Gil comenzó de locutor en Radio Margarita, salió corriendo para Juangriego a comprar otro radio que viniera con esa emisora.
Seguramente, en más de un pueblo habrán existido personajes similares que sin ninguna licencia, pero con mucha habilidad para comunicar, se han destacado en el arte de la transmisión de mensajes. Sin embargo, hay que saber diferenciar.
No es lo mismo, oír a cualquiera hablar de personas desconocidas sobre cosas que uno ignora, lo cual, generalmente causa risa; a descubrir que están hablando de uno, o de alguien cercano, temas de los cuales sí conocemos y que sabemos que no son así. Sobre todo, si lo hacen a través de un derecho que le dieron a alguien y que por alguna marramuncia él se lo compró o lo heredó, lo cual en ambos casos, según dice la Ley de Telecomunicaciones, no es legal. Y aunque no lo dijera vale.
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